Es inconmensurable el aporte de Messi al fútbol con su fantasía, humildad, honestidad, con las alegrías. A cambio, recibe un acoso descomunal, inhumano, perverso. Es hora de liberarse.
Muy pocas veces, el planeta fútbol había sido sacudido de tal manera: el anuncio de Lio Messi de no volver a vestir la camiseta de la Selección Argentina tras sufrir una nueva decepción era algo que nadie esperaba. La bomba, de gran poder, estalló mientras Chile celebraba la consecución de su segunda corona continental, en la Copa América Centenario, tras hurgar en la herida de Argentina, que completó un torneo más, un año más, sin alzar un trofeo oficial.

De la misma forma que tantas conmocionó al planeta fútbol con sus magníficas obras irrepetibles, la onda expansiva provocada por el mejor jugador del siglo XXI se regó a lo largo y ancho de la geografía futbolística orbital. Puede decirse que no quedó un aficionado al fútbol ajeno a la situación: para bien o para mal, por tristeza o por alegría, para burlarse o para solidarizarse, los hinchas se manifestaron en redes sociales, en la calle, en los medios de comunicación. Futbolistas, exjugadores, directivos, amigos y allegados al genio rosarino también dejaron oír su voz para intentar que revierta su decisión y se aliste para el siguiente reto de la Albiceleste: las eliminatorias al Mundial de Rusia-2018.
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Más que el explosivo anuncio de Messi, lo que ha llamado la atención en esta singular novela, que pinta para rato, es que esos mismos hinchas, esos mismos exjugadores, esos mismos medios de comunicación, esos mismos directivos son los directamente responsables de que el astro del FC Barcelona haya dicho ¡No más!, y dé un paso al costado. Porque aunque la pérdida de la Copa América Centenario fue la gota que rebosó la copa, es claro que Messi está harto del ambiente que rodea a la Selección: quienes la manejan, quienes conducen la AFA, quienes quieren usarlo para sacar provecho personal; quienes lo critican porque sí, porque no, porque también y porque tampoco. En otras palabras, se hartó de ser el trompo de poner.

Cada vez que Argentina perdió un título, una final, los dedos acusadores siempre apuntaron a Lio Messi. El año pasado, por ejemplo, cuando Chile se quedó por primera vez con la corona continental, la prensa y los aficionados culparon al ídolo, a pesar de que fue el único que anotó en la tanda con lanzamientos desde el punto penalti. Erraron Gonzalo Higuaín, que la desvió, y Éver Banega, que permitió el lucimiento del golero Claudio Bravo, pero la culpa se le achacó a Messi. En la final del Mundial-2014, contra Alemania, si bien no hizo un gran partido, fue de los pocos rescatables y los que erraron los goles cantados fueron Higuaín y Sergio ‘Kun’ Agüero; igual, las críticas le llovieron a Lio, que en ese entonces intentó dar un paso al costado, pero al final hubo algo o alguien que lo persuadió.
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Desde mucho antes de debutar con el FC Barcelona, de la mano del técnico holandés Frank Rijkaard, el 16 de octubre de 2004, Messi ha estado sometido a un acoso descomunal, inhumano, perverso. Si se mueve, es noticia; si se queda quieto, es noticia; si entrena, es noticia; si descansa, es noticia; si marca un gol increíble, es noticia; si yerra un penalti, es noticia; si queda campeón, es noticia; si no consigue un título, es noticia; si se deja la barba, es noticia; si se afeita, es noticia. Y la lista puede seguir, hacerse interminable, pero el final siempre será el mismo: Lio Messi nunca tiene paz. Peor aún: es víctima del talento superlativo que le regaló la naturaleza, ese que le permitió convertirse en el mejor futbolista del siglo XXI y en uno de los más grandes de la historia.

Guardadas las proporciones, conscientes de las notables diferencias entre las épocas, especialmente en el apartado de redes sociales y canales de información, a Pelé le ocurrió algo parecido. El brasileño, sin embargo, tenía un carácter distinto: le gustaba ser el centro de atención. Sabía que todos los ojos le apuntaban, y lo disfrutaba; sabía que todos estaban pendientes de él, y sacaba provecho de ello; sabía que todos esperaban alguna genialidad de su parte, y la inventaba. Más allá de su notable capacidad técnica, de que en la Auriverde siempre estuvo rodeado de otros jugadores de gran calidad, Pelé tenía una personalidad que le permitía cargar el peso de la responsabilidad. Además, vivió una época contraria a la de Messi: casi nunca saboreó las mieles de la derrota.
En un fútbol diferente, Diego Armando Maradona se las arregló, casi solo, para figurar siempre varios escalones arriba de sus compañeros. Así fue en Argentinos Juniors, en Boca Juniors, en Barcelona, en Nápoles y, sobre todo, en la Selección Argentina. Curtido en una villa humilde en la que la pobreza todos los días tocaba a la puerta, el D10S forjó un carácter recio, su piel se convirtió en una dura coraza que le permitió soportar las críticas y los malos tiempos, que no fueron pocos. Haberse formado en el potrero, en la calle, lo hizo un hombre de temperamento fuerte capaz de batallar contra un destino que no siempre fue dulce. Y si bien en el campo de juego parecía indestructible, imparable, bien distinta era la vida tras bambalinas, en su círculo íntimo.

Lo que hizo Diego Armando Maradona en el campo es algo que la humanidad jamás olvidará, porque son momentos irrepetibles, fantasías combinadas con picardía, con astucia, hasta con trampa. Era tal la fuerza interior del Maradona futbolista que solo él pudo conseguir lo que a sus rivales les resultó imposible: destruirse. Sometido a una presión exagerada por su extraordinaria condición deportiva, el astro de la zurda mágica encontró la válvula de escape incorrecta: la drogadicción. Después de tocar el cielo con las manos, como campeón del mundo en México-1986, comenzó una caída libre que lo llevó, literalmente, al borde de la muerte: acabó con su brillante carrera, con su matrimonio y casi acaba con él. Afortunadamente, tuvo fuerzas para salir de ese oscuro mundo, para recuperarse, para continuar con su vida.
Messi es distinto a Pelé y a Maradona. En el campo de juego y fuera de él. Como futbolista y como personal. Sin esa fuerza interna de Maradona, sin esa premeditada capacidad para atraer la atención de Pelé. Tímido, introvertido, ajeno a esa furia mediática que lo persigue sin compasión, seguramente Lio Messi daría hasta el último centavo que ha ganado en su carrera, regresaría todos y cada uno de sus trofeos, con tal de que lo dejaran vivir en paz, como a cualquier hijo de vecino, como a un ser humano común y corriente. El problema para él, sin embargo, es que por cuenta de sus fantásticas ejecutorias en los campos de juego el imaginario popular creó un monstruo que ahora, como un búmeran, se le vino encima: ese que dice que Lio es un extraterrestre.

Pelé sufrió la humillación de una prematura eliminación en la Copa Mundo de Inglaterra-1966, cuando Brasil salió en primera fase vencido por Portugal y Hungría. O Rei, sin embargo, salió indemne de aquel desastre. Su vida personal, asimismo, está lejos de ser un modelo: su hijo Edinho fue preso acusado por narcotráfico, entablaron varias demandas en su contra por, dicen sus detractores, haber conducido sus empresas a la quiebra. Tampoco puede posar de esposo fiel y dedicado, pues se le conocen al menos dos hijas extramatrimoniales y se requirieron órdenes judiciales para que reconociera a una de ellas. Sin embargo, en Brasil es intocable: los medios de comunicación hacen caso omiso de su lado oscuro, al igual que las autoridades, mientras se esfuerzan por resaltar su imagen pública, que quieren vender como lo más cercano a la perfección.
Maradona le puso los cachos a su esposa Claudia Villafañe, tiene en Italia un hijo no reconocido fruto de una relación extramatrimonial, está en líos jurídicos con el fisco italiano y con su exrepresentante Guillermo Coppola y en 2007 estuvo al borde de la muerte, producto de sus excesos. Fue internado en el Sanatorio Güemes, de Buenos Aires, el jueves 29 de marzo y lo abandonó 11 de abril; que había tenido una descompensación, dijeron los médicos. Fueron dos semanas que conmovieron al pueblo argentino, que se volcó a las puertas de una de las clínicas privadas más reputadas del país para alentar a su ídolo, para acompañarlo, para instalar altares y elevar sus plegarias al Altísimo para que le permitiera la recuperación. Consciente de su dimensión terrenal, la gente perdonó sus pecados y lo arropó como solo lo había hecho antes en sus momentos de gloria.

Con Messi, empero, la historia es diferente: ni siquiera en sus citas con la inmortalidad deportiva han dejado de pegarle, de perseguirlo, de acosarlo. Con el FC Barcelona lo ha ganado todo, pero a los aficionados no les sirve porque todavía no alzó trofeo alguno con la Selección Argentina. Gracias a la magia de su juego, la Albiceleste llegó en los dos últimos años a tres finales, dos de la Copa América y una de la Copa Mundo, pero eso nadie lo reconoció. En cambio, cuando esos trofeos fueron a reposar a manos de sus rivales, los dedos acusadores apuntaron, sin vacilación ni piedad, a Lio Messi. Y la verdad es que ninguna de esas finales se perdió por su culpa, que su balance individual en esos partidos fue satisfactorio, pero la prensa, los hinchas y los directivos no encontraron otro objetivo para canalizar sus frustraciones, su ira, su decepción.
Y Messi, se dijo, es distinto a Pelé y a Maradona. Y no es un extraterrestre, sino un artista sensible al que se le llenó la copa. Como él mismo lo dijo antes de su explosivo anuncio, lo dio todo, hizo lo humanamente posible en procura de un título que le diera alegría al pueblo argentino, pero no pudo. Y si las anteriores ocasiones lo sentenciaron a él cuando los errores habían sido ajenos, esta vez la masacre estaba servida en bandeja de plata para sus detractores: increíblemente, él erró el primer lanzamiento y marcó el camino de una nueva decepción. Sabía, entonces, lo que se le venía encima; sabía que lo iban a crucificar sin piedad; sabía que por el resto de sus días iba a tener que cargar con la cruz de ese desenlace. Y como cualquier ser humano común y corriente, como una persona cansada de las persecuciones y el acoso, dio un paso al costado.

El drama de Messi durante el desarrollo de la tanda que consagró a Chile, después de errar su tiro, y su llanto tan pronto se consumaron los hechos, son síntoma inequívoco de que no es un extraterrestre y, más bien, lo dibujan como un hombre extremadamente sensible, como un futbolista que ama entrañablemente a su Selección. Es mucho, exagerado, el aporte que Lio Messi le ha hecho al fútbol con su fantasía, con las alegrías transmitidas, con su honestidad y su humildad; sin embargo, el mismo fútbol y la vida se encargaron de golpearlo sin cesar, especialmente con la Albiceleste. Criticar su decisión de no vestir más su camiseta es fácil, igual que culparlo por esos fracasos deportivos que no son su responsabilidad. Por eso, es apenas lógico, apenas humano, que quiera liberarse de esa carga. Además, está en todo su derecho, porque al fin de cuentas solo se debe a su familia, que sufre tanto o más que él. Por eso, entonces, para que pueda liberarse de ese acoso descomunal, inhumano, perverso al que está sometido, hay que alentarlo: ¡Vete, Lio, vete!
Muy buena publicación…
Una lastima que no la pueda compartir en las redes sociales
Muchas gracias. Déjeme a ver cómo solucionamos lo de las redes. Cordial saludo.